La Torre de Papel






Decir que en mi casa me enseñaron a leer es una subestimación.

¡Mios, todos mios! ¡Muaaahahahaha!
Crecí rodeado de libros; bibliotecas se alzaban como torres encima de mi cabeza en cada rincón de la casa, libros abiertos a medio leer desparramados por todos lados: en las mesas, la sala, el comedor y, si, como no, en el baño.

Aprendí a amar el olor a goma y cartón de las ediciones en rústica, a acariciar con codicia los lomos de las ediciones empastadas; apreciar el aroma a moho y polvo de los libros viejos es un placer, y saber como tratar delicadamente sus frágiles páginas un orgullo.

Desde niño aprendí que una casa sin libros se ve desnuda. No lo digo en el sentido racional, nunca pensé a los nueve años de edad mientras jugaba monopolio en casa de fulanito "repámpanos, esta familia obviamente carece de los estandares educacionales adecuados". Ocurre que estaba acostumbrado desde siempre a ver paredes llenas de libros, revistas, folletos y enciclopedias y no me cabía en la cabeza que las paredes de otras casas no las tuviesen también, no era natural; es como una ducha sin regadera o un closet sin puertas, da la impresión que alguien se quiere mudar a esa casa pero no se termina de decidir y por eso no se ha tomado la molestia de traer sus bibliotecas todavía. Sus bibliotecas. Plural. Una no bastaba.


Con los años aprendí que el placer de la lectura es un arte en peligro de extinción desde que el mundo es mundo: pasamos de la imprenta de Guttemberg al Internet y luego de 700 años entre ambas invenciones la gran mayoría de la población no tiene mas de 10 libros en su casa. Y de esos 10 libros seguramente varios son de cocina y con suerte alguno es un diccionario, para mas ñapa de los viejos.

Absorbí el significado de ser un forastero en tierra extraña, de ser un niño que conoce los nombres Isaac Asimov, Julio Verne, Miguel Otero Silva, Enrique Jardiel Poncela como si fueran de la familia y que se ganaba miradas de admiración y extrañeza por parte de los adultos cuando los mencionaba; de ser un adolescente que leyó "Miguel Strogoff", "Ivanhoe", "Ana Karenina", "La Vuelta al Mundo en 80 Dias" y que no tuvo pares con quien compartirlos.

Decepcionado entendí que tendría que esperar, creía que de adulto todo sería distinto. No, no es así. El atajo de verdaderos lectores es magro.

Desarrollé de oido y por necesidad el arte de encuadernar ejemplares desmembrados, a poner pegamento con pincel, a cortar lomos con hojillas, a rebajar hojas con lija finita, a tener paciencia.

Pasé por un tiempo a formar parte de los que ya ni siquiera leen. Desplazamos la vista sobre una serie de palabras que aparecen en la pantalla entre cientos de fuentes, buscando la gratificación instantánea de una frase graciosa o inteligente que le arranque a uno una risita cansada o cuando menos un resoplido, para luego olvidarla sepultada en la avalancha de las siguientes.
No, en serio, se acabó... pueden retirarse...
no hay nada que ver aqui.

Experimenté hace poco y de primera mano lo que se considera un chiste moderno: observar el asombro y la perplejidad de un joven de 14 años que necesitaba hacer la tarea de historia de Venezuela sin internet. Por obra y gracia de algún familiar que si sabe como hacer una tarea, el adolescente se ve enfrentado a ese extraño objeto anacrónico que recibe el arcaico nombre de "enciclopedia". Mi diversión ante el espectáculo se convirtió en asombro y luego en desánimo al verlo agarrar el libro, abrirlo al azar un par de veces con el ceño fruncido, para luego preguntar mientras lo sujetaba por la tapa con los dedos, como quien agarra un trapito:

-"¿... y... como consigue uno las cosas aquí?"

Lo juro. Que me parta un rayo. Es demencial.

No pretendo que la gente lea Tolstoi en el desayuno o que anden como unos memos declamando versos de Becquet por la calle, pero por lo menos que sepan abrir un libro, ¡carajo!

Pués bien, en honor a mi padre y a mi abuelo, de quienes heredé con igual fuerza su pasión por la lectura y sus ganas de no trabajar nunca, decidí emprender un camino de redención para reencontrarme con esta antigua disciplina, encarnar a un moderno aunque desgarbado Guillermo de Baskerville y revolver mis bibliotecas tratando de no incendiarlas en el proceso,* para reencontrarme con esos libros que en mi infancia y juventud me convirtieron a mucha honra en un cerebrito, un nerd, un geek.

Sintonicen la próxima transmisión, donde le echaremos un ojito a uno de mis favoritos: "Crónicas Marcianas" de Ray Bradbury.

Que la Fuerza los acompañe, siempre.

*referencia a la novela de Umberto Eco "El Nombre de la Rosa", y si eres de los que en verdad les da "harta ladilla" leer, busca la película que es bastante fiel. En serio, actúan Sean Connery, Christian Slater y Ron Perlman, muy buena. IMDB