Tratado sobre monstruosidad






Como claramente lo he expuesto ante la gente que me ha rodeado durante toda mi vida, me declaro una monstrua. A veces tengo colmillos y escamas; otras veces sólo una pequeña capa de pelusa suave sobre la piel. Pero a fin de cuenta así somos todos, monstruos o no, sólo que a algunos humanos (por algo son el cénit de la escala evolutiva), prefieren ocultar sus armas a fin de no alejar a ninguna persona a priori.


Particularmente considero esta última como una estrategia arcaica y poco efectiva, al menos en lo que a establecer vínculos afectivos se refiere, dado que no hay mejor manera de conocer al otro que mostrándote justamente como eres tú. Tal acción tan característica de nosotros los monstruos pone al visitante en la difícil posición de elegir si acercarse o no a la fiera, contemplando el amplio espectro de posibles desenlaces, en el que se incluye la muerte por desgarramiento de alma (uno de los trucos favoritos de los monstruos, para eso tenemos garras), el deslumbramiento por activación de nuevos centros neurológicos que llevan al individuo a conocer el mundo desde una óptica nueva y absolutamente diferente a la conocida hasta entonces (una de las más dulces muestras de pureza de un monstruo), etc, etc, etc.


A fin de cuentas, algo que todos (monstruos o no) sabemos, pero muchas veces nos negamos a aceptar, es que para que nada termine, entonces nada debe comenzar.



Retomando el párrafo anterior al anterior (y discúlpeme el lector por mi escaso apego a la academia) la reacción del visitante luego de que el monstruo, cual idiota pavorreal, muestre cada una de sus plumas, las piojosas y las bellamente coloridas, puede variar dependiendo del carácter, el temple, la determinación, la nobleza, el interés, el hambre, la ilusión, el egoísmo, la curiosidad, la candidez y la responsabilidad del individuo, entre muchas otras cosas, y, por supuesto, de la claridad que el visitante tenga acerca de la premisa de que no todas las cosas son blancas, negras, o grises.  También pueden ser color arena, o clorofila, o sangre. Color hígado de res, y aún así poseer belleza dentro de su interior.


Pero vamos, que hay que tener siempre en cuenta que por mucho que sea lindo un monstruo siempre es un monstruo, y se sabe que muerde, y se sabe que hace daño. No importa cuán honorable sea el comportamiento del monstruo con el visitante, si éste último es inteligente debe tener siempre en cuenta a lo que se está enfrentando y, en la medida de lo posible, advertir a sus congéneres la presencia de tal amenaza dentro de la aldea, acto por demás loable, si de solidaridad y consciencia colectiva conversamos, por lo que no debe un monstruo jamás dejarse llevar por impulsos repentinos de ira y de frustración y actuar con monstruosidad, sino más bien respirar por alguna de sus trescientas fosas nasales, contar hasta cinco mil quinientas veinticuatro veces y luego tomar acciones, si eso es lo que desea, sobre la advertencia que el primer suricato vigía (una forma de llamar al visitante) dejó correr entre los demás individuos de la población.


Pocas son las virtudes que la experiencia vital le ha de regalar a un monstruo. Las breves interacciones que la criatura logra tener con los seres humanos no alcanzan para enseñarle sobre discreción o disimulo en cuanto a su propia naturaleza. He aquí el punto en el que cito a San Juan de la Cruz cuando habló de las condiciones del pájaro solitario. Lo resaltado en negritas son sus propias palabras (los monstruos no plagiamos), lo demás, pura añadidura, un intento desesperado por hacerle entender a individuos de otra especie la dura pero sólida realidad dentro de la cual se enmarca la forma de vida de un monstruo:


Las condiciones del pájaro solitario son cinco. La primera, que se va a lo más alto. Un monstruo se sabe monstruo y se sabe solo. Y como no quiere simulacros, los evita a costa de lo que sea.


La segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza. Porque resulta que los monstruos son seres profundamente atractivos para los turistas, y como los turistas vienen con sus cámaras, sus colores, sus aires de otro planeta y sus bonitas historias, el monstruo disfruta de ellos entrando en un juego en el que ya no se conoce quién está disfrutando a quién, aún cuando todo esto también sea simulacro. Incluso algunas veces dos monstruos se consiguen, se quieren, se pelean y se hieren. Pero en este caso sus caminos siempre se estarán tocando de a momentos, cual funciones de trigonometría, y esos encuentros breves serán como refrescante agua de río.


La tercera, que pone el pico al aire. Es así. Qué tristes los monstruos. Qué poca inteligencia emocional denotan esas pupilas de agua destilada que dejan a la vista todo lo existente en el fondo del contenedor. Sin embargo no lo hacen de manera inconsciente, no. Si se dejan ver, si ponen su más débil punto a la vista de cualquiera es porque sólo de ese modo se acelera el proceso que lleva las interacciones hacia la debacle final, a menos que el visitante tenga la sabiduría de entender lo que hay detrás de un pico expuesto y unos ojos de agua destilada y decida caminar con el monstruo sin hacerle daño, en cuyo caso sus caminos se separará más adelante, cuando ambos lo decidan, cuando ya ambos hayan aprendido un poco. Pero esto no sucede con demasiada frecuencia.


La cuarta, que no tiene determinado color. Porque los colores sólo restringen el camino de los seres ávidos de conocimiento. El monstruo se mimetiza con elegancia y sin cambiar su apariencia puede rodearse de todo cuanto hay a su alrededor, luminoso u obscuro, relevante o absurdo, verdadero o ficticio. Así como sea su entorno, así lo aceptará el monstruo y lo mirará desde su cristalina pupila que no esconde nada de lo que sale, pero tampoco distorsiona nada de lo que entra para verlo más hermoso o más terrible.


La quinta, que canta suavemente, y su canto tiene el poder de conquistar. Ellos enseñaron a cantar a las sirenas e instruyeron al flautista de Hamelín.


Solitaria la vida del monstruo, sí. Pero clara, muy clara. Y afortunadamente carente de expectativas en cuanto a relaciones interpersonales se refiere. He ahí el por qué de que los humanos no titubeen mucho antes de colocar alfileres sobre el pico del monstruo. Lastimar a un monstruo no implica sentimientos de culpa. Lastimar a un humano, sí. Nadie se preocupa por los monstruos, nadie les pone merthiolate en las heridas ni les baja la fiebre cuando se enamoran en medio de una estampida.


Y aún así nada de eso lastima al monstruo, señores, nada de eso es nuevo para él. Sólo hay una cosa que lastima duramente, y está relacionada con el hecho de que en medio de su gran monstruosidad el monstruo alberga la esperanza de ser querido tal cual es, sin censuras ni reproches. La esperanza de más nunca ser mirado como un monstruo, sino como un ser que, diferente o no, es un ser, y quiere. Y aunque lastime y suelte vellos urticantes no es capaz nunca de inyectar veneno. El gran dolor del monstruo es el de no contar jamás con un ser que confíe en que el monstruo no volverá a lastimar, porque, así como el hijo drogadicto necesita la confianza de sus cercanos para salir del problema, el monstruo quiere saber que existe alguien en el mundo dispuesto a poner la mano dentro de sus fauces sin temor a ser masticado.


Paradójica y dura la vida del monstruo, sí, pero clara. Y como es paradójica no sabe usted qué pensar justo ahora. Tal vez todo esto es el canto suave de una monstrua-sirena-súcubo hambrienta de almas con salsa carbonara; puede incluso ser una nueva manera de mimetizarse; o una nueva forma de atraer compañía a la cual desollar con las garras de los pies; o una nueva aparición en medio de la diana, poniendo el pico justo en la manzana para que usted, Guillermo Tell, maestro del tiro con arco se vea persuadido a dar la estocada final.


…O quizá una despedida del pájaro solitario que regresa a las alturas, desde donde observará de nuevo todo con mucha cautela, sin que nada le perturbe, y ,sobre todo, muy por encima de cualquier otra cosa, sin dañar a nadie, como al gran suricato vigía le preocupa tanto que éste haga.



So long and thanks for all the fish. ;)



Malú Rengifo.